Cantares de Gesta. La Épica Medieval
Las epopeyas románicas se denominan cantares de gesta (en francés chansons de geste), del latín gesta, «hechos, hazañas». Suponían recordar pasadas acciones gloriosas de las que se podía enorgullecer una familia. Los cantares de gesta conservados llegan al centenar, una gran mayoría en lengua francesa, con diversas peculiaridades (francés de la isla de Francia, picardo, anglonormando, francoitaliano, etc.), y otros, en ínfima proporción en provenzal y en castellano. La extensión de estos cantares es muy irregular: oscila entre los ochocientos y los veinte mil versos, si bien los de mayor longitud suelen ser tardíos y presentar contaminaciones con la novela.
Los cantares de gesta no se componían para ser leídos, sino para ser escuchados. De divulgarlos se encargaban unos recitantes llamados juglares, que se solían acompañar de instrumentos de cuerda y que ejercitaban su misión frente a toda suerte de público, tanto el aristocrático de los castillos como el popular de las plazas, de las ferias o de las romerías. Consta, como más adelante tendremos ocasión de considerar, que antes de trabarse batallas los juglares entonaban versos de gestas a fin de enardecer a los combatientes.
Historia poética
El cantar de gesta tiene un fondo histórico cierto, al que es más o menos fiel. Esta fidelidad a la exactitud histórica de lo narrado reviste una serie de matices, que van desde aquellos cantares que casi son una crónica rimada hasta aquellos otros cuya historicidad queda tan reducida que casi parecen una obra de pura imaginación. Por lo general, cuanto más remoto es el asunto de una gesta, más pesan en ella las versiones tradicionales y legendarias de los hechos y más se aparta de la realidad histórica, al paso que, cuando relata hechos sucedidos en un pasado próximo, la fidelidad a lo que realmente acaeció es mayor, entre otras razones porque el público que ha de escuchar los versos conoce con más precisión el asunto y sus personajes. Por otra parte, cuando la gesta tiene por escenario las mismas tierras en que se desarrollaron los acontecimientos que poetiza, suele mantener unos datos geográficos, ambientales y sociales mucho más fieles a la realidad que aquellas gestas que transcurren en países lejanos y exóticos. Ya veremos con detalle que estas dos modalidades de cantares de gesta se pueden cifrar en el Cantar de Roldán francés, alejado en el tiempo y en el espacio de la batalla de Roncesvalles, y el Cantar del Cid castellano, tan próximo al tiempo y al lugar en que obró y vivió Rodrigo Díaz de Vivar.
Los cantares de gesta son algo así como la historia al alcance y al gusto del pueblo. El hombre docto se enteraba de los hechos del pasado leyendo crónicas y anales en latín, y quedaba su curiosidad satisfecha con el dato frío y escueto. El hombre iletrado precisaba de alguien que le expusiera de viva voz la historia, de la cual lo que le interesaba era lo emotivo, sorprendente y maravilloso y la idealización de héroes y guerreros a los que se sentía vinculado por lazos nacionales, feudales o religiosos.
Cantos noticieros y juglares.
La crítica debate desde hace siglo y medio cómo se generaron estos relatos más o menos históricos que son los cantares de gesta, y hay quien sostiene, con argumentos muy dignos de consideración, que determinados acontecimientos, sobre todo grandes campañas militares o significativas acciones de guerra, suscitaron inmediatamente cantos que narraban sus trances más salientes o las hazañas de los guerreros más famosos, con la finalidad de informar de ello a una colectividad vivamente interesada: breves composiciones en verso que podríamos comparar, en cuanto a su finalidad informativa, a los modernos reportajes periodísticos, y no en vano relatos de este tipo eran denominados en Castilla «cantos noticieros». Muchos de estos presuntos relatos versificados debieron de conservarse en la memoria popular y en la tradición juglaresca hasta convertirse en cantares de gesta.
Lo importante es la actitud literaria del juglar de gestas. Frente a los datos que le ofrecen la historia y la tradición, se adjudica una libertad creadora que le permite construir un relato versificado, con su planteamiento, nudo y desenlace, y entretenerse en la caracterización de los personajes, en las descripciones y en el diálogo. Tiene que hacer concesiones a los gustos del público -que también son los suyos-, dejando paso libre al elemento maravilloso y a la pormenorizada descripción de batallas, de combates singulares y del atuendo guerrero. Este último aspecto se hace fatigoso al lector actual, que a veces no acierta a comprender la razón de tan prolijas descripciones bélicas; pero no debe olvidarse que el público medieval advertía matices y detalles importantes en lo que hoy puede parecernos uniforme y repetido, y la descripción minuciosa de determinado golpe de espada o del procedimiento de desarzonar al adversario con la lanza les interesaba tanto como puede apasionar a nuestros contemporáneos un lance especial de una corrida de toros o una jugada notable en una competición deportiva.
Arte oral.
Parece evidente que en una época remota las gestas fueron creaciones orales sin forzosa transcripción a la escritura, y ello lo corrobora la existencia en tantos países del mundo de canciones populares, incluso narrativas, como gran parte del romancero castellano, que se han conservado oralmente y sin necesidad del apoyo de un texto escrito. Pero si hoy conocemos cantares de gesta, lo debemos exclusivamente a que hubo amanuenses que los copiaron en manuscritos, y entre estos manuscritos hoy conservados hay un pequeño número que se denominan juglarescos porque constituían el memorándum o libreto del juglar, con los cuales éste refrescaba la memoria antes del recitado o aprendía cantares que hasta entonces le eran desconocidos. Los preciosos manuscritos del Cantar de Roldán (de Oxford) y del Cantar del Cid (de Madrid) son de pequeño formato, escritos sobre un pergamino aprovechado y con la finalidad de ser útiles a un juglar, y en modo alguno constituyen un libro de lectura.
Origen de los cantares de gesta
Ya no se duda de que fue fruto de la creación colectiva y de las sucesivas aportaciones rapsodas.
De esta manera, los cantares de gesta y la epopeya constituyeron las primeras manifestaciones poéticas en que se plasmó la personalidad incipiente de las naciones de Occidente.
Este tipo de poesía nació prácticamente con la caída del Imperio romano de Occidente. Durante mucho tiempo se transmitió por tradición oral, pues los primeros textos escritos conservados datan de hacia el año 1000.
Por orden de recopilación, destacan cuatro grandes poemas: el Beowulf, en las islas Británicas; la Chanson de Roland (Canción de Rolando), en Francia; el Cantar de Mió Cid, en España, y el Nibelungenlied (Canción de los Nibelungos) en Alemania.
Todas estas obras tienen puntos comunes. El principal es la exaltación de un héroe nacional a quien se eleva al rango de arquetipo. Otro elemento habitual es la alabanza de las virtudes guerreras: el denuedo y el desprecio de la muerte, la disciplina y la fidelidad al caudillo o el monarca, la austeridad en las costumbres, etc.
En las epopeyas francesa y española es asimismo clara la afirmación de la fe cristiana; en la inglesa, el nuevo credo aparece frecuentemente mezclado con las antiguas creencias paganas de los bárbaros, y la Canción de los Nibelungos se basa casi exclusivamente en la mitología nórdica.
El primero de los cantares de gesta: la Chanson de Roland
El manuscrito más antiguo que se conoce, probablemente del año 1110, se encuentra en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. Es muy posible que existieran redacciones anteriores y, según Ramón Menéndez Pidal, hasta alguna traducción al castellano, ya en el siglo X. El héroe de la obra es Rolando, uno de los Doce Pares del emperador Carlomagno -entonces, rey de los francos-.
La base del asunto es un hecho histórico: la fracasada campaña de Carlomagno en España, adonde acudió en el año 778 en ayuda de los musulmanes de Zaragoza y Barcelona, que se habían rebelado contra la autoridad del califa Abderramán I de Córdoba. No logró ponerse de acuerdo ni con los mahometanos del reino de Aragón ni con los vascones de Pamplona.
El monarca francés emprendió el regreso a Francia, cruzando los Pirineos por el puerto de Roncesvalles. Allí su retaguardia fue atacada y exterminado por quienes no llegaron a ser sus aliados contra Abderramán. Además, en la acción se perdió el tesoro que transportaban.
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